Postulado # 47 Juegos de lenguajes poéticos...

El otro autor

A Pierre Menard,
que con su hazaña inspiró este relato


Al hablar con uno de mis amigos, la idea simplemente le pareció una locura, algo poco original, ni siquiera pensaba que fuera real mi propuesta. Nada más lejano a lo que tenía en mente. Estaba obsesionado con llevar a cabo dicha empresa, y él era al primero que le contaba lo que estaba por hacer. Luego les comenté la idea a mis profesores de filosofía y de literatura. Pensaron que estaba loco, que algo me pasaba, que incluso podía estar bromeando, así que, ya solo en la idea, decidí encerrarme en mi habitación, por días, semanas o tal vez meses, para comenzar el plan maestro, por el que sería recordado para siempre.
Pero, ¿cómo empezar? ¿Qué debía escribir para abrir lo que pensaba escribir? Incluso, me parecía que tenía la sensación del miedo ante la página en blanco. No podía concentrarme, pero debía hacerlo antes de que fuera de noche y el sueño me venciera. Así que pensé en un título, pero luego pensé que ese título no era el indicado, ni el correcto, definitivamente, debía ser otro el título. Entonces comencé a redactar. Así, ya tenía pensado el primer cuento. Lo escribí casi de corrido, sin titubeos, sin pensar demasiado, sin que la memoria de fallara del todo, siempre con los ojos puestos en el relato. La página en blanco no me vencería.
Estaba seguro que para la noche tendría escritos por lo menos los 10 primeros cuentos, entonces me detendría y revisaría las ideas, los conceptos, las metáforas, los puntos y las comas; debía ser la más grande obra maestra que alguien pudiera tener. Incluso, en mis sueños, o debo decir, alucinaciones, soñaba que se me otorgaba el Premio Nobel de Literatura, o el Príncipe de Asturias. Pero me desperté de esas ensoñaciones, debía seguir trabajando.
Tal como lo tenía previsto, para cuando ya era medianoche, revisé todos los cuentos, estaban perfectos, no les faltaba ni una coma, ni un acento, todas las ideas eran correctas, ninguna estaba fuera de lugar. Siempre me inspiró el trabajo de García Márquez, estaba seguro que yo seguía su camino, un genio literario que escribe una novela absoluta, total, era alguien que no siempre llegaba a este mundo. Pero recordaba la otra novela absoluta, ese otro universo llamado Ulises, de James Joyce, y también, pensé, me inspiraba en él. Todo mi escrito era perfecto en gran manera, nada fuera de su lugar. Me fui a dormir, el trabajo de todo el día me había agotado.
Al otro día platiqué con mis amigos y los profesores, les conté del inicio de mi obra maestra. Les contaba emocionado cómo había comenzado a escribir, cómo había recibido, directamente de las musas, las ideas, las primeras líneas de todos mis cuentos. Hoy, les dije, estoy decidido a completar una novela. Entonces regresé a casa y me encerré a seguir escribiendo. Ni siquiera recordaba que tenía hambre y que ya era el segundo día sin probar alimento, porque estaba raptado por la idea que estaba completándose cada día. Toda la noche trabajé en la novela, y al amanecer sabía que era perfecta, al igual que los cuentos. Entonces fui a la escuela, conté mi nueva hazaña y todos se sorprendieron. Algunos confirmaron, decían, la idea que yo simplemente estaba loco; otros pensaron que algo raro pasaba y que no era precisamente escritura lo que estaba realizando. Algunos simplemente me dejaron de hablar.
Así pasé la primera semana, escribiendo cuentos, novelas, ensayos, crónicas, de todo. La pluma corría como nunca antes, la inspiración estaba a flor de piel, parecía que algo me soplaba las ideas porque todo surgía como si nunca antes hubiera usado la imaginación y de pronto, algo pasaba, esa explosión de inspiración me llevaba hasta el tercer cielo y desde ahí todas las letras del mundo me fueran reveladas. Luego descendía y comenzaba a escribir. Cada semana producía todos los libros que pudiera soñar. Cualquiera, todos estaban sobre mi escritorio. Libro tras libro tras libro tras libro, todos salían de mis manos como si fueran conejos mágicos saliendo del sombrero de un mago.
Cortázar, Borges, Derrida, Nietzsche, Foucault, Hegel, Marx, Joyce, Wittgenstein, incluso los escritores bíblicos, ya ninguno podía enseñarme más, todo estaba aprendido. Podía pensar en una idea de cómo escribir, y que en algún momento la hubiera tenido Juan Rulfo, y la idea se presentaba sin dificultad. Podía pensar en alguna línea de Umberto Eco, y esa línea la podía contemplar, incluso como si fuera un cuadro cubista, desde diferentes perspectivas. Todos los secretos del mundo de las letras se me habían revelado. Todos, ya ninguno, en mi mente, era un secreto. Así, pasé más semanas en mi habitación, probando apenas la comida, durmiendo poco, escribiendo como nunca antes, ni siquiera las necesidades más urgentes me molestaban. Todo estaba por terminarse.
De pronto, sentí la necesidad de escribir el último libro. Pensé que aun me faltaban muchos libros más, pero este me detenía en profundas reflexiones. ¿Qué debía contener? ¿Quiénes debían ser sus personajes principales? ¿Qué estructura, qué ideas, qué forma, qué qué qué? Simplemente me absorbía el tiempo reflexionando en cómo podría llegar a escribir este libro monumental. No sería fácil la empresa, ni como cuando escribí ese otro libro que sé llegaría a ser un clásico de la literatura universal, ni aquel otro que era un libro totalmente innovador del siglo XX, con todas esas formas literarias, con las ideas tomadas de periódicos, con todos esos nombres y nombres de cosas. Sí, este libro no era fácil, ni siquiera era sencillo, era el más complejo de todos. Su personaje principal, un ser invisible, un ser totalmente otro, era el que dominaba toda la trama, pero a pesar de ser invisible entraba en relación con todos los hombres. Sí, la idea era simplemente fantástica, nunca jamás había imaginado que semejante libro pudiera cobrar vida, pero ahí estaba, delante de mí, la oportunidad de mi vida. Entonces comencé, y al comenzar, contemplé cada idea, cada parte del libro, y simplemente iba escribiendo lo que sabía era la inspiración de las musas.
Pasó una semana y pude completar el libro. Lloré ante la sola idea de que ese que estaba en la computadora, recién terminado, era el trabajo más grandioso que jamás nadie pudiera haber escrito, y me había sido dictado por los dioses y las musas a mí, directamente. Entonces, cuando me levanté para tomar agua, sentí el dolor, acto seguido, no supe más de mí.

La narración que estamos leyendo fue escrita por este joven autor en momentos muy breves en que descansaba. Él estaba, en el momento de su muerte por un fallo al corazón, anotando el punto final a su último libro. Logramos encontrar, entre sus cajones, en su armario, en cajas, en su librero, en algunos folders, en carpetas, guardados en archivos especiales dentro de la computadora, todos los otros libros que escribió en el plazo de casi un año, los siguientes textos que son de su autoría, como escribe en cada uno de ellos. De filosofía, había escrito Ser y tiempo, El ser y la nada, Las palabras y las cosas, El ocaso de los ídolos, El Anticristo, Así habló Zaratustra; de literatura, El nombre de la rosa, Ulises, El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, Rayuela, El Aleph, en el caso de Pedro Páramo y El llano en llamas fueron dos libros que se encontraron posteriormente entre sus libros iniciados pero no terminados, tal parece que solamente había pensado en el título de dichos libros, pero nunca fueron escritos; un tratado teológico de nombre Institución de la religión cristiana. Todos los libros citados anteriormente son algunos de los que logró escribir; si acaso alguien pudiera imprimir todos los que se han encontrado, nos parece que no cabrían en todas las bibliotecas del mundo. Al revisar sus últimas anotaciones en su computadora, pudimos descubrir que había puesto el punto final a su libro más original, profundo y complejo de todos los anteriores, y que había titulado Santa Biblia. Todo indica que nuestro joven escritor, antes de morir, había dado autorización para que todos sus libros fueran traducidos en diferentes partes del mundo.

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