ENSAYO: ANÁLISIS A LA LUCHA LIBRE
Ir a las luchas es como visitar un estadio futbolero, una pelea de gallos, entrar al circo, o en todo caso, visitar el cine, que sería un espectáculo mucho más sofisticado.
Hoy que fui a las luchas, preferí estar en gradas, porque así tuve una visión panorámica del cuadrilátero, y observé cada movimiento de los gladiadores que se batían en duelo a muerte para entretener a todos los espectadores. Silbidos, groserías, palabras entre los concurrentes, dulces y golosinas, es la forma en que interactúan todos los que habitan, por unos momentos, el edificio, la arena donde se lleva a cabo la guerra casi infinita dentro del ring, que representa un coliseo romano en medio de una ciudad del Siglo XXI; el ring es un gran teatro.
Esa relación dialéctica entre el luchador y el público se muestra en una poética hermosa, en unas palabras que son parte del lenguaje que sirve para entenderse entre todos, “¡chíngatelo”, “¡jódete al puto!”, y el enmascarado gritando “¡cus cus!”, le explica a todos que su contrincante es un cobarde –ya nos vamos entendiendo mejor, entonces.
Observo y no hay mucha diferencia entre los bandos. Como siempre, como es la regla –lo contrario sería casi inaudito, se enfrentan rudos contra técnicos, y uno espera que se desarrolle la mitología clásica del bien contra el mal. Pero si uno reflexiona en todo lo que pasa en el ring, podría pensarse que esa mitología, ahora urbana, mantiene rasgos muy grises. Los rudos, esos malvados seres de la arena, se comportan como tales, con sus gritos desaforados y las mentadas de madre a un público que le contesta con silbidos, y el “¡cállense el hocico!” es el mensaje que el rudo lanza en medio de un gruñido para advertir de su ferocidad, y de que no tendrá piedad con nadie, mucho menos con el luchador técnico, su eterno enemigo –ni aun las viejitas le conmueven, con las que construye un diálogo, entre vulgar, tierno y agresivo, al cual la viejita responde con la misma ferocidad que el rudísimo. No hablemos del técnico, que si no fuera porque lo anuncian, uno bien podría confundirlo con el rudo, pero su máscara lo delata; y se juntan tres y tres, los más rudos y los más técnicos. La bondad y la maldad, el sol y la luna, la noche y el día, Dios y el diablo, ángeles y demonios, y así podríamos nombrar todos los elementos mitológicos que los representan.
Pero las mitologías son dobles perfectos, el bueno es absolutamente bueno, y el malo es completamente malo. Dios jamás deja de ser Dios, y el diablo nunca dejará de ser el diablo. En las luchas no es lo mismo. La diferencia es la máscara y el bando, la igualdad es que los dos son hombres imperfectos, y no es tratar de moralizar, sino entender que la condición humana está jugando en el ring. El rudo y el técnico llevan nombres, ya sea el Rayo de Jalisco, o el Santo, o Blue Demon, o Mil Máscaras, o el Satánico; como señala Heidegger, el nombre le da la esencia a la cosa y una cosa sin nombre jamás se transforma en una cosa verdadera. Así, el luchador necesita un nombre para no ser un simple enmascarado, sino transformarse en su verdadero nombre, tal como lo hizo Rodolfo Guzmán Huerta, el hombre que cargó en su propio ser una fenomenología portadora de la máscara que le permitió llegar a transformarse en la ontología llamada Santo, el enmascarado de plata. Pero eso es el nombre, la condición humana es otra cosa, puesto que esa condición, sobre todo si tenemos la perspectiva posmodernista, contiene un pensamiento débil, un pensamiento del vaciamiento, que lo hace vivir en una imperfección absolutamente intrínseca, siendo así que tanto el rudo como el técnico le mientan la madre a su público querido, y si la misma viejecita que le va a los rudos, lleva a su hermana, también viejecita, que le va a los técnicos, ninguno de los dos luchadores perderá el tiempo e insultará a la mujer mayor con tal de demostrar que son fuertes. Es ahí donde la naturaleza, que ya no es blanca o negra en ningún de los dos hombres enmascarados, sino gris, se muestra como parte de su condición como seres humanos que brindan un espectáculo tan maravilloso como el futbolista o el boxeador o el payaso de circo o un actor de películas y telenovelas.
La teatralidad se impone en el ring, y esa lucha mitológica se lleva a cabo con movimientos entrenados para mostrar una coreografía tan perfecta, tan teatral, como lo es un político dando su discurso a la masa que lo apoya y que se encuentra participando en un zócalo de millones y millones de fieles seguidores. Llega un momento en que el rudo domina, y las patadas voladoras, las tijeras, el tope al estómago del rival, no se hacen esperar, y las onomatopeyas se logran dibujar en el viento. “¡CHIN!”, “¡CUAS!”, “¡PUM!”, “¡CRASH!”, son los ruidos que hace un puño al golpear un rostro, una pierna al ser lastimada por un pie que la patea como si fuera un balón de futbol, una mano que se azota sobre el pecho, una cabeza que le da el tope mortal al cuerpo que después queda inerte en el suelo; el vuelo fuera del ring para descontar al enemigo, la silla que se revienta sobre la nuca del técnico, los azotes de la cabeza que rebota en uno de los postes del ring, el salto mortal hacia atrás, la quebradora, la plancha, giros mortales. Todos esos movimientos asesinos son la forma en que el espectáculo continúa y los gritos de emoción suenan por todos los asientos. Gradas o lunetas, las personas disfrutan ese espectáculo que se vuelve verdadero en las cuatro esquinas del ring, aun cuando fuera del cuadrilátero todos sepan que aquello que están observando no es más que la telenovela de unos personajes que portan máscaras, rostros que les hacen ser totalmente otros a los ojos de aquellos que los admiran. La niñez se estaciona, por unos minutos, unas horas, en el corazón del adulto que alguna vez jugó a las escondidillas, a las traes, a los soldaditos.
Si enfrentáramos al Santo y a Blue Demon contra Batman y Iron Man, posiblemente serían los enmascarados quienes les partieran la madre a esos personajes sacados de los cómics. Porque la máscara de nuestros luchadores es la representación, desde nuestro pensamiento, de la verdad más absoluta; porque la máscara es el rostro verdadero, no real, porque la verdad es verdad aun cuando sea espectáculo. La lucha libre es la representación de la verdad, y así, visitar la arena, contemplar un domingo en la noche la lucha entre los rudísimos y los técnicos, es ver el espectáculo de la condición humana habitando el cuadrilátero y jugándose su destino en una hermenéutica, una deconstrucción, en una poética, en un análisis o en una crónica, un mano a mano, o máscara vs. cabellera, e incluso máscara vs. máscara. En Santo vs. La invasión de los marcianos, alguien me dijo que el superhéroe mexicano llamado Santo estaba salvando al mundo desde el ring. La máscara, ese rostro verdadero totalmente otro, representa a la humanidad jugándose el todo por todo en el ring a fin de rescatar su condición humana dentro de un espectáculo de masas.
El grito de “¡Queremos ver sangre, cabrones!” me devuelve a mi realidad y sigo, desde las gradas, contemplando la lucha libre de unos enmascarados que se encuentran más allá del bien y del mal, y que le mandan cariñosos recuerdos a su público, entonces aplaudo el espectáculo y me siento contento de asistir a ese teatro de la condición humana.
Desde que visito la Arena Isabel he visto más de cerca el mundo de la lucha libre. No su profundidad absoluta, sino la profundidad de lo que ella representa. Puedo decir que sobre el cuadrilátero se estructura una batalla que representa la lucha eterna entre la fuerza del bien y del mal, es decir, la lucha que se lleva a cabo por rudos y técnicos. Dicha batalla va más allá del simple movimiento, de las llaves, los lances y los castigos; esta batalla, que comúnmente llamamos lucha libre, representa cosmogonías ancestrales, cosmovisiones urbanas, mitos y realidades, signos reconocidos por todos.
Desde niño me han atraído los superhéroes. El mundo fantástico de los superhéroes y los supervillanos ha habitado, en más de una ocasión, mis pensamientos, ya sea a modo de sueños, de imaginaciones, de deseos, de pensamientos muy variados que me han hecho darme cuenta que el mundo fantástico de los cómics está presente desde que recuerdo. Creo que todo niño, alguna vez, ha tenido un disfraz, un traje de superhéroe, ya sea Batman, Superman, Spiderman, Flash, o cualquier otro. Todo niño ha tenido en sus manos una máscara y la ha utilizado, y sabe lo que es cubrir su rostro, incluso por un pequeño antifaz, como es el caso de Robín, el eterno compañero de Batman. No faltaron los muñecos de dichos personajes, la colección de juguetes, sus naves, las figuras de acción, o los cuadernos, las mochilas, las revistas. Todo niño ha estado cerca del mundo de las máscaras, como podríamos llamarle.
De tal forma ha sido la construcción de este mundo, que posiblemente de forma natural termina uno encontrando sentido al mundo de la lucha libre. ¿En qué difiere Batman de Santo el enmascarado de Plata? O, ¿algo deja de ser igual entre Superman y Blue Demon? Después de todos, ellos son personajes que viven en nuestra memoria, en nuestros pensamientos, en nuestra conciencia. Pero hay una diferencia, importante, y es que, si dejamos de ver a los superhéroes, encarnados por actores de Hollywood, que los vuelven personajes de carne y hueso, los superhéroes nacieron de la imaginación, fueron plasmados en papel, y posteriormente, después de muchos años, fueron representados en el cine. En cambio, los luchadores comenzaron su carrera sobre el cuadrilátero, podían visitarlos en cualquier arena de México y más de una vez eran fotografiados con sus seguidores, es decir que aquel que visitaba la arena de algún Estado, era seguro que se llevaría a casa alguna fotografía con su luchador y superhéroe favorito. Tal vez ninguno volaba realmente como Superman, y difícilmente alcanzarían a poseer los millones de dólares que le permiten a Batman adquirir cualquier cosa que se le venga en gana; seguramente Batman tiene tanto dinero que tranquilamente se puede comprar todos los trajes que uno pueda imaginar, en cambio, un luchador debe ahorrar, siendo el caso, para armar su atuendo, y cada noche en que lucha recibe una cierta cantidad de dinero. Pero el luchador tiene una ventaja: él está cerca de su gente, de sus seguidores, de sus fanáticos; él puede darle la mano, una mano humana, demasiado humana, a su más ferviente admirador, en cambio, el admirador está limitado a ver a su superhéroe favorito en la pantalla grande, lejos de él, y todo lo que ve en el cine es producto de los efectos especiales, en cambio, un luchador, sin efectos especiales, ni dobles, ni trucos ni nada, está expuesto a recibir un mal golpe, un castigo que lo puede llegar a lastimar, aun cuando no sea el objetivo de la lucha libre, o incluso, perder la vida, como ya hemos visto a varios luchadores, jóvenes o mayores, que perdieron la vida sobre el enlonado, al realizar un lance espectacular o de cualquier otra forma. Esto es por el lado humano.
Pero, ¿qué del lado significativo? ¿Qué es todo eso que vemos representado sobre los encordados? ¿Es que es un simple espectáculo, un deporte sin sentido, es disfrutar de dos personas que se tunden a golpes y que simplemente ganan la lucha y ya? ¿Es ir sin ningún objetivo? ¿Qué se representa sobre el ring?
Un luchador es alguien que, vestido como tal, es reconocido en cualquier parte. Uno puede observar al hombre que viste todo el uniforme y darse cuenta que está frente a un gladiador, un esteta, un enmascarado del cuadrilátero. La máscara es uno de los elementos que mayor atracción tiene, pero no por eso los luchadores sin máscara son menos importantes. Lo sabemos porque hay retos de máscara vs. máscara y cabellera vs. cabellera y máscara vs. cabellera. Cuando decimos cabellera, sabemos que estamos hablando del luchador sin máscara y que aquello que posee es su cabello, su melena, para poder retar a cualquier otro luchador. El luchador, enmascarado o sin máscara, es un gladiador, un esteta, un guerrero del cuadrilátero. Pero no sólo la máscara, sino también el peso, la estatura, la corpulencia. En todo esto, algo que es de vital importancia: el nombre. El nombre debe ser certero, quedar en la memoria de aquellos que siguen al gladiador, que sea fácil de recordar, que contenga personalidad, que de presencia al que lo porta. El nombre da la esencia al luchador, y el luchador, en sus movimientos, técnicas, llaveos, lances y demás, dará sustento a esa esencia que es su nombre. Una gran lista de nombres fantásticos, sorprendentes, increíbles, brutales, que representan la fiereza de aquel que lucha, de aquel que vuela por los aires, de aquel que lucha a ras de lona. Recuerdo ahora los nombres: Pequeño Leopardo, Voltaje, Círculo Negro, Drako, Comodín, Mongol, Ramses, Araña, Jungla, Ráfaga, Celestial; todos ellos nombres fuertes, certeros, que se quedan en la memoria. Los nombres van construyendo al esteta y el esteta construye el significado del nombre. Todo lo que sigue es el traje, su indumentaria, con lo que termina el atuendo: las botas, las rodilleras, su traje entero. Se conforma el personaje de la lucha libre, nace un nombre, un gladiador, una nueva máscara. Lo que sigue ya es el estilo personal del luchador, sus movimientos particulares, lo que caracterizan su lucha. Bailes, maromas, movimientos del cuerpo, gritos, golpes, llaves, todo es un mundo particular de la perspectiva muy particular del gladiador. Pero aquí no acaba lo que llamamos la fisonomía del luchador.
¿Por qué le llamamos esteta? ¿Por qué gladiador? El esteta es alguien interesado en la estética. La estética es la construcción, artística, que se tiene de algo, que puede ser una pintura, una escultura, una construcción arquitectónica, la música. El esteta es aquel que, desde lo estético, se forma un particular punto de vista, un sentido de lo que es bello, artístico; una cierta sensibilidad. Es por eso que el luchador, aun cuando de momento su apariencia es fiera, su bando es el rudo, sus movimientos son impredecibles, su rostro se llena de maldad, su sonrisa o su risa misma es una carcajada llena de maldad, no deja de ser por eso un esteta. Porque ser esteta de la lucha libre es encontrar el sentido más profundo a ese deporte que también, diría Monsiváis, es espectáculo. No podemos decir, la lucha libre es un show, porque el show, como se entiende, es algo que puede hacer ver a la lucha libre como un simple espectáculo, sin más sentido que el contemplar a unos barbaros golpeándose. Pero es un deporte espectáculo porque, como el cine, que también es un espectáculo, como el teatro, como muchas de las bellas artes que se representan sobre un escenario y son parte esencial de lo más elevado del espíritu humano, la lucha libre es un espectáculo que lleva arte, coreografía, disciplina, deporte, mitología, significados todos ellos que representan una verdadera construcción humana, un verdadero sentido lingüístico, un mundo lingüístico que estructura toda una cosmovisión de aquel que está sobre el cuadrilátero. Y con mundo lingüístico nos referimos a toda la construcción que el luchador posee dentro de sus estructuras mentales, es decir, la forma de pensar, de resolver problemas, el conocimiento y los saberes que se poseen, son una parte de lo que aquí entenderíamos por mundo lingüístico. Es por eso que el luchador es un esteta, porque posee todo un mundo de información, todo un lenguaje, toda una disciplina, toda una perspectiva del mundo, que lo hace comprender de forma distinta su desempeño sobre los encordados.
Pero cuando decimos gladiador a nuestra mente vienen aquellos gladiadores del circo romano, personajes que luchaban por sobrevivir, que “divertían”, de cierta forma, al Emperador y al público que asistía a dicho espectáculo. El sentido más profundo de esos gladiadores se encuentra en la historia misma del circo romano, ahora solamente recordamos a esos personajes para hacer una posible explicación del por qué llamar a un luchador gladiador. La lucha libre, entonces, representa la lucha por la sobrevivencia, la lucha del más fuerte sobre el más débil, la lucha del hombre contra el hombre; de momento, dos hombres que en el mundo real son amigos, compadres, compañeros, se pueden convertir en verdaderos enemigos, en guerreros mortales que buscarán acabar a su contrincante. Representan, entonces, una verdadera batalla, que tiene un sentido verdaderamente épico. Es la representación de la lucha por la sobrevivencia en un mundo que es hostil y del que debemos protegernos. Pero los rituales también se suben al ring, y así vemos que cada luchador se sube a la tercera cuerda y desde ahí pide la ovación de su público. En ese momento, el incondicional público convierte al gladiador estético en un pequeño dios, en un semidios, en un verdadero héroe griego, trágico, que está por librar, quizá, la última batalla, y por eso vemos, al comenzar la lucha, que el gladiador, en su fe muy personal, se inca, agacha la cabeza y con su rostro reverente, se persigna, encomendando su vida a la Virgen, a Dios, a Jesucristo, a aquel Ser Superior en el que crea, porque también se suben con sus creencias en la mente y en el corazón. El dios enmascarado, el pequeño dios del cuadrilátero, ese dios de carne y hueso y máscara, está por representar su papel más importante, toda su humanidad está por comenzar la batalla mítica que todo hombre viene representando, batallas ancestrales donde los guerreros águila se enfrentaban a los guerreros jaguares, donde brindaban su vida en sacrificio a su Dios para así trascender su vida, encontrar el camino a casa, llegar a morir en la batalla y se recogidos para vivir eternamente con aquel que le brindaban todo su ser.
Los gritos primitivos, esos gritos tan fieros, esos gritos de verdadera furia, del público y del luchador, son los mismos gritos, seguramente, que se escuchaba en el coliseo romano, que se escuchaban en las batallas aztecas, que se escuchaban en cualquier batalla; esos gritos, por milenios y milenios, se vienen escuchando cuando el hombre lucha con el hombre por sobrevivir. La pasión que se siente, los rostros que muestra esa alegría que se manifiesta en las batallas épicas. Gritos que festejan la conquista de algún bando y la tristeza del otro. Deportivamente hablando, esos gritos se escuchan igual en un estadio de futbol que en una arena de lucha libre. Esos gritos representan todas las emociones, a flor de piel, de aquel que está presenciando una batalla mítica, épica, magnífica, mágica, histórica. La lucha libre, en ese momento, se transforma en un fenómeno sociológico y antropológico. ¿No es un grito de júbilo contemplar al que es nuestro luchador favorito, ganando en la cuenta a tres en espaldas planas o al rendirse porque se ha aplicado un castigo de rendición instantánea? Incluso las mentadas de madre, como parte del lenguaje del público enardecido, son representaciones de un lenguaje que muestra todo el profundo significado de lo que se está viviendo en ese momento en la arena. No lucha Voltaje, no lucha Círculo Negro, no lucha Santo, no lucha Celestial, no lucha Blue Demon, en ese momento, todos luchan, en ese momento todos son aquel luchador, rudo o técnico, que está ganando sobre el cuadrilátero. En ese momento la máscara es el rostro de todas esas personas que miran al centro de la arena, a ese microcosmos que es el ring, el cuadrilátero, el encordado, el enlonado. En ese momento el luchador está teniendo la batalla que salvará al universo de ser destruido. El Santo salvaba al mundo entero sobre el ring cuando peleaba contra los marcianos, contra los zombies, contra cualquier personaje diabólico que se le pusiera enfrente. Simbólicamente, el rudo que gana la batalla, conquista el mundo, el mal reina sobre la tierra, y será hasta la siguiente lucha de dos a tres caídas que el mundo será liberado o vuelto a esclavizar, porque el rudo es el malo de este mundo, y el técnico, el limpio, el científico, es el bueno de este planeta. El salvador de las masas oprimidas, podríamos decir. Por eso es que festejamos el triunfo del técnico, porque representa nuestras esperanzas más profundas de ser liberados, un día, de este nuestro estado, de nuestra condición humana frágil. Vamos, por un momento soñamos que volvemos a ser libres, y todo gracias al bando de los técnicos, que son los superhéroes de carne y hueso y máscara que encarnan el bien de este mundo. El luchador técnico es nuestro Superman de clase media, el Superman que soñamos llegará un día a liberarnos.
Puede ser que alguien diga, pero es que yo no veo la lucha de esta forma, yo veo la lucha como un momento para divertirme. Tiene razón. La lucha libre es un momento familiar, un momento de diversión para toda la familia. Son muchos los niños que van a la arena y que buscan el autógrafo o la fotografía de su luchador favorito. Hoy, podemos decir, la lucha libre está siendo un boom en las nuevas generaciones, en los niños, en las clases sociales de todo tipo. Ricos, pobres, asisten por igual a la arena a ver a su personaje favorito. De ese momento la lucha libre está rompiendo las barreras sociales. Podríamos decir que la lucha libre está siendo un fenómeno tan importante en las sociedades del siglo XXI, que por eso muchos luchadores han optado por participar representando a partidos políticos. En lo personal, no lo veo mal, porque el luchador es un personaje que ya hemos venido diciendo que representa más allá de lo que muchos entienden y observan, que es posible su participación es diferentes áreas de la sociedad. Así podemos ver a los luchadores como personajes de consumo masivo, personajes de televisión, personajes de películas, de revistas, de medios en general; el luchador está rompiendo barreras, como decimos, y ha saltado, tal como haría en su momento el Santo del cuadrilátero al cine, ha saltado en un suplex casi mortal del cuadrilátero a la vida pública. Por eso no es raro ver a algún luchador en algún video musical, en una telenovela, en una película, en un anuncio publicitario, vendiendo ropa deportiva, modelando, como pintor, locutor, en general, activo dentro de su sociedad, y como parte de toda una conciencia moral, ética, política, intelectual, artística, y demás. Pero esto es cuando se vuelve un fenómeno mediático, que no está mal, dado que se tiene que buscar el medio para sobrevivir; el punto es continuar con la conciencia de lo que significa la lucha libre.
Hoy que fui a las luchas, preferí estar en gradas, porque así tuve una visión panorámica del cuadrilátero, y observé cada movimiento de los gladiadores que se batían en duelo a muerte para entretener a todos los espectadores. Silbidos, groserías, palabras entre los concurrentes, dulces y golosinas, es la forma en que interactúan todos los que habitan, por unos momentos, el edificio, la arena donde se lleva a cabo la guerra casi infinita dentro del ring, que representa un coliseo romano en medio de una ciudad del Siglo XXI; el ring es un gran teatro.
Esa relación dialéctica entre el luchador y el público se muestra en una poética hermosa, en unas palabras que son parte del lenguaje que sirve para entenderse entre todos, “¡chíngatelo”, “¡jódete al puto!”, y el enmascarado gritando “¡cus cus!”, le explica a todos que su contrincante es un cobarde –ya nos vamos entendiendo mejor, entonces.
Observo y no hay mucha diferencia entre los bandos. Como siempre, como es la regla –lo contrario sería casi inaudito, se enfrentan rudos contra técnicos, y uno espera que se desarrolle la mitología clásica del bien contra el mal. Pero si uno reflexiona en todo lo que pasa en el ring, podría pensarse que esa mitología, ahora urbana, mantiene rasgos muy grises. Los rudos, esos malvados seres de la arena, se comportan como tales, con sus gritos desaforados y las mentadas de madre a un público que le contesta con silbidos, y el “¡cállense el hocico!” es el mensaje que el rudo lanza en medio de un gruñido para advertir de su ferocidad, y de que no tendrá piedad con nadie, mucho menos con el luchador técnico, su eterno enemigo –ni aun las viejitas le conmueven, con las que construye un diálogo, entre vulgar, tierno y agresivo, al cual la viejita responde con la misma ferocidad que el rudísimo. No hablemos del técnico, que si no fuera porque lo anuncian, uno bien podría confundirlo con el rudo, pero su máscara lo delata; y se juntan tres y tres, los más rudos y los más técnicos. La bondad y la maldad, el sol y la luna, la noche y el día, Dios y el diablo, ángeles y demonios, y así podríamos nombrar todos los elementos mitológicos que los representan.
Pero las mitologías son dobles perfectos, el bueno es absolutamente bueno, y el malo es completamente malo. Dios jamás deja de ser Dios, y el diablo nunca dejará de ser el diablo. En las luchas no es lo mismo. La diferencia es la máscara y el bando, la igualdad es que los dos son hombres imperfectos, y no es tratar de moralizar, sino entender que la condición humana está jugando en el ring. El rudo y el técnico llevan nombres, ya sea el Rayo de Jalisco, o el Santo, o Blue Demon, o Mil Máscaras, o el Satánico; como señala Heidegger, el nombre le da la esencia a la cosa y una cosa sin nombre jamás se transforma en una cosa verdadera. Así, el luchador necesita un nombre para no ser un simple enmascarado, sino transformarse en su verdadero nombre, tal como lo hizo Rodolfo Guzmán Huerta, el hombre que cargó en su propio ser una fenomenología portadora de la máscara que le permitió llegar a transformarse en la ontología llamada Santo, el enmascarado de plata. Pero eso es el nombre, la condición humana es otra cosa, puesto que esa condición, sobre todo si tenemos la perspectiva posmodernista, contiene un pensamiento débil, un pensamiento del vaciamiento, que lo hace vivir en una imperfección absolutamente intrínseca, siendo así que tanto el rudo como el técnico le mientan la madre a su público querido, y si la misma viejecita que le va a los rudos, lleva a su hermana, también viejecita, que le va a los técnicos, ninguno de los dos luchadores perderá el tiempo e insultará a la mujer mayor con tal de demostrar que son fuertes. Es ahí donde la naturaleza, que ya no es blanca o negra en ningún de los dos hombres enmascarados, sino gris, se muestra como parte de su condición como seres humanos que brindan un espectáculo tan maravilloso como el futbolista o el boxeador o el payaso de circo o un actor de películas y telenovelas.
La teatralidad se impone en el ring, y esa lucha mitológica se lleva a cabo con movimientos entrenados para mostrar una coreografía tan perfecta, tan teatral, como lo es un político dando su discurso a la masa que lo apoya y que se encuentra participando en un zócalo de millones y millones de fieles seguidores. Llega un momento en que el rudo domina, y las patadas voladoras, las tijeras, el tope al estómago del rival, no se hacen esperar, y las onomatopeyas se logran dibujar en el viento. “¡CHIN!”, “¡CUAS!”, “¡PUM!”, “¡CRASH!”, son los ruidos que hace un puño al golpear un rostro, una pierna al ser lastimada por un pie que la patea como si fuera un balón de futbol, una mano que se azota sobre el pecho, una cabeza que le da el tope mortal al cuerpo que después queda inerte en el suelo; el vuelo fuera del ring para descontar al enemigo, la silla que se revienta sobre la nuca del técnico, los azotes de la cabeza que rebota en uno de los postes del ring, el salto mortal hacia atrás, la quebradora, la plancha, giros mortales. Todos esos movimientos asesinos son la forma en que el espectáculo continúa y los gritos de emoción suenan por todos los asientos. Gradas o lunetas, las personas disfrutan ese espectáculo que se vuelve verdadero en las cuatro esquinas del ring, aun cuando fuera del cuadrilátero todos sepan que aquello que están observando no es más que la telenovela de unos personajes que portan máscaras, rostros que les hacen ser totalmente otros a los ojos de aquellos que los admiran. La niñez se estaciona, por unos minutos, unas horas, en el corazón del adulto que alguna vez jugó a las escondidillas, a las traes, a los soldaditos.
Si enfrentáramos al Santo y a Blue Demon contra Batman y Iron Man, posiblemente serían los enmascarados quienes les partieran la madre a esos personajes sacados de los cómics. Porque la máscara de nuestros luchadores es la representación, desde nuestro pensamiento, de la verdad más absoluta; porque la máscara es el rostro verdadero, no real, porque la verdad es verdad aun cuando sea espectáculo. La lucha libre es la representación de la verdad, y así, visitar la arena, contemplar un domingo en la noche la lucha entre los rudísimos y los técnicos, es ver el espectáculo de la condición humana habitando el cuadrilátero y jugándose su destino en una hermenéutica, una deconstrucción, en una poética, en un análisis o en una crónica, un mano a mano, o máscara vs. cabellera, e incluso máscara vs. máscara. En Santo vs. La invasión de los marcianos, alguien me dijo que el superhéroe mexicano llamado Santo estaba salvando al mundo desde el ring. La máscara, ese rostro verdadero totalmente otro, representa a la humanidad jugándose el todo por todo en el ring a fin de rescatar su condición humana dentro de un espectáculo de masas.
El grito de “¡Queremos ver sangre, cabrones!” me devuelve a mi realidad y sigo, desde las gradas, contemplando la lucha libre de unos enmascarados que se encuentran más allá del bien y del mal, y que le mandan cariñosos recuerdos a su público, entonces aplaudo el espectáculo y me siento contento de asistir a ese teatro de la condición humana.
Desde que visito la Arena Isabel he visto más de cerca el mundo de la lucha libre. No su profundidad absoluta, sino la profundidad de lo que ella representa. Puedo decir que sobre el cuadrilátero se estructura una batalla que representa la lucha eterna entre la fuerza del bien y del mal, es decir, la lucha que se lleva a cabo por rudos y técnicos. Dicha batalla va más allá del simple movimiento, de las llaves, los lances y los castigos; esta batalla, que comúnmente llamamos lucha libre, representa cosmogonías ancestrales, cosmovisiones urbanas, mitos y realidades, signos reconocidos por todos.
Desde niño me han atraído los superhéroes. El mundo fantástico de los superhéroes y los supervillanos ha habitado, en más de una ocasión, mis pensamientos, ya sea a modo de sueños, de imaginaciones, de deseos, de pensamientos muy variados que me han hecho darme cuenta que el mundo fantástico de los cómics está presente desde que recuerdo. Creo que todo niño, alguna vez, ha tenido un disfraz, un traje de superhéroe, ya sea Batman, Superman, Spiderman, Flash, o cualquier otro. Todo niño ha tenido en sus manos una máscara y la ha utilizado, y sabe lo que es cubrir su rostro, incluso por un pequeño antifaz, como es el caso de Robín, el eterno compañero de Batman. No faltaron los muñecos de dichos personajes, la colección de juguetes, sus naves, las figuras de acción, o los cuadernos, las mochilas, las revistas. Todo niño ha estado cerca del mundo de las máscaras, como podríamos llamarle.
De tal forma ha sido la construcción de este mundo, que posiblemente de forma natural termina uno encontrando sentido al mundo de la lucha libre. ¿En qué difiere Batman de Santo el enmascarado de Plata? O, ¿algo deja de ser igual entre Superman y Blue Demon? Después de todos, ellos son personajes que viven en nuestra memoria, en nuestros pensamientos, en nuestra conciencia. Pero hay una diferencia, importante, y es que, si dejamos de ver a los superhéroes, encarnados por actores de Hollywood, que los vuelven personajes de carne y hueso, los superhéroes nacieron de la imaginación, fueron plasmados en papel, y posteriormente, después de muchos años, fueron representados en el cine. En cambio, los luchadores comenzaron su carrera sobre el cuadrilátero, podían visitarlos en cualquier arena de México y más de una vez eran fotografiados con sus seguidores, es decir que aquel que visitaba la arena de algún Estado, era seguro que se llevaría a casa alguna fotografía con su luchador y superhéroe favorito. Tal vez ninguno volaba realmente como Superman, y difícilmente alcanzarían a poseer los millones de dólares que le permiten a Batman adquirir cualquier cosa que se le venga en gana; seguramente Batman tiene tanto dinero que tranquilamente se puede comprar todos los trajes que uno pueda imaginar, en cambio, un luchador debe ahorrar, siendo el caso, para armar su atuendo, y cada noche en que lucha recibe una cierta cantidad de dinero. Pero el luchador tiene una ventaja: él está cerca de su gente, de sus seguidores, de sus fanáticos; él puede darle la mano, una mano humana, demasiado humana, a su más ferviente admirador, en cambio, el admirador está limitado a ver a su superhéroe favorito en la pantalla grande, lejos de él, y todo lo que ve en el cine es producto de los efectos especiales, en cambio, un luchador, sin efectos especiales, ni dobles, ni trucos ni nada, está expuesto a recibir un mal golpe, un castigo que lo puede llegar a lastimar, aun cuando no sea el objetivo de la lucha libre, o incluso, perder la vida, como ya hemos visto a varios luchadores, jóvenes o mayores, que perdieron la vida sobre el enlonado, al realizar un lance espectacular o de cualquier otra forma. Esto es por el lado humano.
Pero, ¿qué del lado significativo? ¿Qué es todo eso que vemos representado sobre los encordados? ¿Es que es un simple espectáculo, un deporte sin sentido, es disfrutar de dos personas que se tunden a golpes y que simplemente ganan la lucha y ya? ¿Es ir sin ningún objetivo? ¿Qué se representa sobre el ring?
Un luchador es alguien que, vestido como tal, es reconocido en cualquier parte. Uno puede observar al hombre que viste todo el uniforme y darse cuenta que está frente a un gladiador, un esteta, un enmascarado del cuadrilátero. La máscara es uno de los elementos que mayor atracción tiene, pero no por eso los luchadores sin máscara son menos importantes. Lo sabemos porque hay retos de máscara vs. máscara y cabellera vs. cabellera y máscara vs. cabellera. Cuando decimos cabellera, sabemos que estamos hablando del luchador sin máscara y que aquello que posee es su cabello, su melena, para poder retar a cualquier otro luchador. El luchador, enmascarado o sin máscara, es un gladiador, un esteta, un guerrero del cuadrilátero. Pero no sólo la máscara, sino también el peso, la estatura, la corpulencia. En todo esto, algo que es de vital importancia: el nombre. El nombre debe ser certero, quedar en la memoria de aquellos que siguen al gladiador, que sea fácil de recordar, que contenga personalidad, que de presencia al que lo porta. El nombre da la esencia al luchador, y el luchador, en sus movimientos, técnicas, llaveos, lances y demás, dará sustento a esa esencia que es su nombre. Una gran lista de nombres fantásticos, sorprendentes, increíbles, brutales, que representan la fiereza de aquel que lucha, de aquel que vuela por los aires, de aquel que lucha a ras de lona. Recuerdo ahora los nombres: Pequeño Leopardo, Voltaje, Círculo Negro, Drako, Comodín, Mongol, Ramses, Araña, Jungla, Ráfaga, Celestial; todos ellos nombres fuertes, certeros, que se quedan en la memoria. Los nombres van construyendo al esteta y el esteta construye el significado del nombre. Todo lo que sigue es el traje, su indumentaria, con lo que termina el atuendo: las botas, las rodilleras, su traje entero. Se conforma el personaje de la lucha libre, nace un nombre, un gladiador, una nueva máscara. Lo que sigue ya es el estilo personal del luchador, sus movimientos particulares, lo que caracterizan su lucha. Bailes, maromas, movimientos del cuerpo, gritos, golpes, llaves, todo es un mundo particular de la perspectiva muy particular del gladiador. Pero aquí no acaba lo que llamamos la fisonomía del luchador.
¿Por qué le llamamos esteta? ¿Por qué gladiador? El esteta es alguien interesado en la estética. La estética es la construcción, artística, que se tiene de algo, que puede ser una pintura, una escultura, una construcción arquitectónica, la música. El esteta es aquel que, desde lo estético, se forma un particular punto de vista, un sentido de lo que es bello, artístico; una cierta sensibilidad. Es por eso que el luchador, aun cuando de momento su apariencia es fiera, su bando es el rudo, sus movimientos son impredecibles, su rostro se llena de maldad, su sonrisa o su risa misma es una carcajada llena de maldad, no deja de ser por eso un esteta. Porque ser esteta de la lucha libre es encontrar el sentido más profundo a ese deporte que también, diría Monsiváis, es espectáculo. No podemos decir, la lucha libre es un show, porque el show, como se entiende, es algo que puede hacer ver a la lucha libre como un simple espectáculo, sin más sentido que el contemplar a unos barbaros golpeándose. Pero es un deporte espectáculo porque, como el cine, que también es un espectáculo, como el teatro, como muchas de las bellas artes que se representan sobre un escenario y son parte esencial de lo más elevado del espíritu humano, la lucha libre es un espectáculo que lleva arte, coreografía, disciplina, deporte, mitología, significados todos ellos que representan una verdadera construcción humana, un verdadero sentido lingüístico, un mundo lingüístico que estructura toda una cosmovisión de aquel que está sobre el cuadrilátero. Y con mundo lingüístico nos referimos a toda la construcción que el luchador posee dentro de sus estructuras mentales, es decir, la forma de pensar, de resolver problemas, el conocimiento y los saberes que se poseen, son una parte de lo que aquí entenderíamos por mundo lingüístico. Es por eso que el luchador es un esteta, porque posee todo un mundo de información, todo un lenguaje, toda una disciplina, toda una perspectiva del mundo, que lo hace comprender de forma distinta su desempeño sobre los encordados.
Pero cuando decimos gladiador a nuestra mente vienen aquellos gladiadores del circo romano, personajes que luchaban por sobrevivir, que “divertían”, de cierta forma, al Emperador y al público que asistía a dicho espectáculo. El sentido más profundo de esos gladiadores se encuentra en la historia misma del circo romano, ahora solamente recordamos a esos personajes para hacer una posible explicación del por qué llamar a un luchador gladiador. La lucha libre, entonces, representa la lucha por la sobrevivencia, la lucha del más fuerte sobre el más débil, la lucha del hombre contra el hombre; de momento, dos hombres que en el mundo real son amigos, compadres, compañeros, se pueden convertir en verdaderos enemigos, en guerreros mortales que buscarán acabar a su contrincante. Representan, entonces, una verdadera batalla, que tiene un sentido verdaderamente épico. Es la representación de la lucha por la sobrevivencia en un mundo que es hostil y del que debemos protegernos. Pero los rituales también se suben al ring, y así vemos que cada luchador se sube a la tercera cuerda y desde ahí pide la ovación de su público. En ese momento, el incondicional público convierte al gladiador estético en un pequeño dios, en un semidios, en un verdadero héroe griego, trágico, que está por librar, quizá, la última batalla, y por eso vemos, al comenzar la lucha, que el gladiador, en su fe muy personal, se inca, agacha la cabeza y con su rostro reverente, se persigna, encomendando su vida a la Virgen, a Dios, a Jesucristo, a aquel Ser Superior en el que crea, porque también se suben con sus creencias en la mente y en el corazón. El dios enmascarado, el pequeño dios del cuadrilátero, ese dios de carne y hueso y máscara, está por representar su papel más importante, toda su humanidad está por comenzar la batalla mítica que todo hombre viene representando, batallas ancestrales donde los guerreros águila se enfrentaban a los guerreros jaguares, donde brindaban su vida en sacrificio a su Dios para así trascender su vida, encontrar el camino a casa, llegar a morir en la batalla y se recogidos para vivir eternamente con aquel que le brindaban todo su ser.
Los gritos primitivos, esos gritos tan fieros, esos gritos de verdadera furia, del público y del luchador, son los mismos gritos, seguramente, que se escuchaba en el coliseo romano, que se escuchaban en las batallas aztecas, que se escuchaban en cualquier batalla; esos gritos, por milenios y milenios, se vienen escuchando cuando el hombre lucha con el hombre por sobrevivir. La pasión que se siente, los rostros que muestra esa alegría que se manifiesta en las batallas épicas. Gritos que festejan la conquista de algún bando y la tristeza del otro. Deportivamente hablando, esos gritos se escuchan igual en un estadio de futbol que en una arena de lucha libre. Esos gritos representan todas las emociones, a flor de piel, de aquel que está presenciando una batalla mítica, épica, magnífica, mágica, histórica. La lucha libre, en ese momento, se transforma en un fenómeno sociológico y antropológico. ¿No es un grito de júbilo contemplar al que es nuestro luchador favorito, ganando en la cuenta a tres en espaldas planas o al rendirse porque se ha aplicado un castigo de rendición instantánea? Incluso las mentadas de madre, como parte del lenguaje del público enardecido, son representaciones de un lenguaje que muestra todo el profundo significado de lo que se está viviendo en ese momento en la arena. No lucha Voltaje, no lucha Círculo Negro, no lucha Santo, no lucha Celestial, no lucha Blue Demon, en ese momento, todos luchan, en ese momento todos son aquel luchador, rudo o técnico, que está ganando sobre el cuadrilátero. En ese momento la máscara es el rostro de todas esas personas que miran al centro de la arena, a ese microcosmos que es el ring, el cuadrilátero, el encordado, el enlonado. En ese momento el luchador está teniendo la batalla que salvará al universo de ser destruido. El Santo salvaba al mundo entero sobre el ring cuando peleaba contra los marcianos, contra los zombies, contra cualquier personaje diabólico que se le pusiera enfrente. Simbólicamente, el rudo que gana la batalla, conquista el mundo, el mal reina sobre la tierra, y será hasta la siguiente lucha de dos a tres caídas que el mundo será liberado o vuelto a esclavizar, porque el rudo es el malo de este mundo, y el técnico, el limpio, el científico, es el bueno de este planeta. El salvador de las masas oprimidas, podríamos decir. Por eso es que festejamos el triunfo del técnico, porque representa nuestras esperanzas más profundas de ser liberados, un día, de este nuestro estado, de nuestra condición humana frágil. Vamos, por un momento soñamos que volvemos a ser libres, y todo gracias al bando de los técnicos, que son los superhéroes de carne y hueso y máscara que encarnan el bien de este mundo. El luchador técnico es nuestro Superman de clase media, el Superman que soñamos llegará un día a liberarnos.
Puede ser que alguien diga, pero es que yo no veo la lucha de esta forma, yo veo la lucha como un momento para divertirme. Tiene razón. La lucha libre es un momento familiar, un momento de diversión para toda la familia. Son muchos los niños que van a la arena y que buscan el autógrafo o la fotografía de su luchador favorito. Hoy, podemos decir, la lucha libre está siendo un boom en las nuevas generaciones, en los niños, en las clases sociales de todo tipo. Ricos, pobres, asisten por igual a la arena a ver a su personaje favorito. De ese momento la lucha libre está rompiendo las barreras sociales. Podríamos decir que la lucha libre está siendo un fenómeno tan importante en las sociedades del siglo XXI, que por eso muchos luchadores han optado por participar representando a partidos políticos. En lo personal, no lo veo mal, porque el luchador es un personaje que ya hemos venido diciendo que representa más allá de lo que muchos entienden y observan, que es posible su participación es diferentes áreas de la sociedad. Así podemos ver a los luchadores como personajes de consumo masivo, personajes de televisión, personajes de películas, de revistas, de medios en general; el luchador está rompiendo barreras, como decimos, y ha saltado, tal como haría en su momento el Santo del cuadrilátero al cine, ha saltado en un suplex casi mortal del cuadrilátero a la vida pública. Por eso no es raro ver a algún luchador en algún video musical, en una telenovela, en una película, en un anuncio publicitario, vendiendo ropa deportiva, modelando, como pintor, locutor, en general, activo dentro de su sociedad, y como parte de toda una conciencia moral, ética, política, intelectual, artística, y demás. Pero esto es cuando se vuelve un fenómeno mediático, que no está mal, dado que se tiene que buscar el medio para sobrevivir; el punto es continuar con la conciencia de lo que significa la lucha libre.
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